¿Por qué no tenemos recuerdos de nuestra primera infancia?

Por Francisco Mora Teruel

¿Cómo es que memorias que tienen un cierto significado para un período, aunque sea corto de la vida, quedan ancladas para siempre en el olvido?

Casi todo el mundo es consciente y recuerda muy bien muchos de los sucesos que le han ocurrido tiempo atrás, hace dos, cinco ó 10 o incluso 30 ó 40 años. Y mucha gente, además, tiene recuerdos nítidos, casi fotográficos, de algunos detalles de esos eventos, especialmente, de aquellos que han tenido un fuerte componente emocional, fuera el primer amor adolescente o la muerte temprana de un ser muy querido. Y también casi todo el mundo guarda recuerdos de su niñez (infancia media de los dos-tres años hasta los siete años), y de las alegrías y tristezas vividas en la casa en la que creció de pequeño, de las gentes que conoció, de los halagos y el cariño que recibió, aun cuando, curiosamente, se recuerden menos las tristezas y los castigos verbales o físicos que pudiera haber padecido.

Frente a todo esto, sin embargo, nadie recuerda nada de su primera infancia, es decir de los dos-tres primeros años de vida. Este es un hecho constatado. De modo que los  reportajes o declaraciones de personas que dicen recordar sucesos o cosas ocurridos tras el mismo nacimiento o durante su primer o segundo año de vida, ni aun excepcionalmente, pueden tomarse en serio. Abundantes estudios, observaciones y evidencias de todos los días constatan simple y llanamente que esto no es posible. Todo esto no quiere decir que el niño de dos años no tenga memoria. Los padres comprueban todos los días cómo los niños de estas edades pueden recordar y manifestar con gestos o expresiones emocionales (sin palabras, obviamente, dado que se trata de una etapa prelinguística) recuerdos como, por ejemplo, haber recibido un osito de peluche como regalo de uno de sus abuelos más queridos o recordar con pena haber roto un juguete favorito. Lo que sí ocurre es que pasada esa etapa de la niñez esas memorias se desvanecen o desaparecen, de modo que cuando se es adulto ya no se tienen. Todo esto ha despertado mucha curiosidad. Y uno se pregunta ¿Cómo es que memorias que tienen un cierto significado para un período, aunque sea corto de la vida, quedan ancladas para siempre en el olvido?

Lo cierto es que de igual modo que hay memorias en esas primeras etapas del desarrollo, hay también procesos de aprendizaje que las han precedido. ¿No es cierto que un niño, casi nada más nacer, y aun antes del nacimiento, en el propio útero materno, ya “aprende” del medio ambiente que le rodea? Y es que, permítanme el ejemplo, aunque parezca sorprendente, ¿no se ha podido comprobar que un niño de tan solo 42 minutos de vida es capaz de hacer movimientos de su cara en respuesta a gestos que se le hacen de modo repetido y consistente, como por ejemplo, sacarle la lengua o abrir la boca?  ¿O mostrar capacidades, apenas unos meses tras el nacimiento, como las de apreciar cantidades, es decir, distinguir entre grande y pequeño? En cualquier caso, resulta difícil, al menos intuitivamente, entender por qué ello no se sigue de alguna traza de memoria explícita como posteriormente ocurre con casi todos los eventos de este tipo para el resto de las edades del ser humano. Insisto, resulta chocante que no guardemos memoria de aquellos momentos en los que gateando o andando  o aun corriendo torpemente por un pasillo recibíamos el abrazo efusivo de nuestros padres cuando volvían del trabajo, o nos recogían con esa sonrisa abierta en la guardería, o nos regalaban un juguete cualquiera al que tanto apego, nos dicen, le teníamos después. Y es que el tema de la memoria es un proceso relativamente complejo, pues hay muchos tipos de memorias.

Hay memorias que refieren a lugares, personas, sucesos y tiempos que se guardan en el cerebro, de modo que es posible evocarlas y expresarlas conscientemente, bien con el lenguaje, el pensamiento mismo o como una imagen mental. Son las memorias denominadas explícitas o declarativas (“Después de años, me encontré con María el verano pasado en la playa de Calahonda y estuvimos hablando  un rato sobre nuestros hijos”). Frente a ello, sin embargo, hay otros tipos de memorias, las no-declarativas, inconscientes, en las que el conocimiento adquirido no se puede expresar verbalmente sino en los propios mecanismos de la conducta, por ejemplo montar en bicicleta o conducir un coche. Y hay otras, también, más complejas, en las que un suceso que nos ocurra, y del que hagamos memoria inconsciente se registra en áreas del cerebro que luego pueden modificar nuestros registros  emocionales y es así como puede haber sucesos, personas, lugares, cosas, animales que sin saber por qué nos pueden resultar agradables o desagradables (debido a que alguna vez sucedió algo relacionado con ello de lo que no guardamos un registro de memoria consciente). Para complicar las cosas, parece que en el cerebro humano hay una cooperación entre los sistemas de memoria conscientes y los no conscientes, al menos en lo que refiere a su expresión en la conducta.

Pero volvamos a la pérdida de las memorias de los primeros años, cuando ya somos adultos, desde la perspectiva de la Neurociencia actual. Hoy, se piensa que la respuesta a toda esta “amnesia de la infancia” (como así se conoce también a este período de memoria olvidado) es simplemente que las áreas del cerebro que guardan estas memorias explícitas o conscientes, en las edades posteriores (hipocampo y las áreas del lóbulo temporal medial) no habrían alcanzado su desarrollo o maduración completa hasta casi los dos-tres años de edad. De modo que aun cuando el hipocampo, todavía inmaduro, permite recordar episodios concretos y sencillos como los que acabo de señalar al principio de este artículo, el niño de uno o dos años no posee el engranaje celular-sináptico en disposición de poder guardar esas mismas memorias a largo plazo. Esto último justificaría el que nadie guarde recuerdo consciente permanente de lo sucedido en ese período temprano de la vida y, consecuentemente, no pueda ser evocarlo en la edad adulta. Pero no parece ser esta toda la historia. La explicación es hoy algo más compleja. Y es que, al parecer, hay otras áreas del cerebro, aparte del hipocampo, que también podrían contribuir a esa falta de formación de las memorias explícitas en las edades más tempranas. Se trata de la corteza cerebral, y más específicamente, de la corteza prefrontal; un área del cerebro cuya maduración dura mucho mas allá de los primeros años y que puede incluso extenderse pasada la propia adolescencia.

Y es que un recuerdo es como un mosaico compuesto de muchas piezas. Y en consecuencia, su evocación, traerlo a la mente, requiere que todas o las principales piezas del recuerdo se pongan juntas. Se cree que algunas de estas piezas de los recuerdos son más importantes que otras, o si se quiere, algunas de esas piezas son clave para iniciar el proceso que permite poner juntas a todas las demás evocando el recuerdo concreto. Precisamente, para ese juego se requiere de la corteza prefrontal que, como acabo de indicar, termina su desarrollo ya casi en la edad adulta. En consecuencia, si esta última parte del cerebro tampoco está madura y formado completamente el cuadro celular-sináptico-molecular que permita su función correcta, entonces, los niños, en sus cerebros, no pueden constituir y guardar piezas tal vez fundamentales para poder evocar esos recuerdos. Otra posibilidad, propuesta muy recientemente, es que nuestras representaciones mentales del mundo (los elementos con los cuales construimos pensamientos y memorias de todo aquello que nos rodea) durante los primeros años de nuestras vidas son  diferentes a las de los adultos. Y esa diferencia la marca el lenguaje.  Se ha propuesto que el cerebro, en los circuitos o redes neuronales posteriores a la adquisición del lenguaje, no posee las palancas o códigos capaces de poder evocar memorias muy tempranas construidas en épocas prelinguísticas en donde las representaciones mentales han utilizado procesos o redes o códigos diferentes. Como tantas veces he venido indicando, con el lenguaje, el ser humano no solo nombra el mundo, sino que lo construye. De ahí que sea altamente posible que el aprendizaje del lenguaje, tras los dos-tres primeros años de vida, altere drásticamente cómo los niños ven el mundo. Y la consecuencia de esto último es que las memorias de tiempos, cosas y sucesos se hacen más y más difíciles de evocar a medida que nos hacemos mayores.  Parece, pues, que una consecuencia accidental de todos estos procesos es la amnesia en relación a nuestra vida de los primeros años. Es posible que madurar, competir en un mundo adulto, nuevo, exigente y desafiante, en el que nos jugamos además la supervivencia física o social, requiera pagar nuestras memorias felices de seguridad y protección de los primeros años.

Todo esto no quiere decir que nuestro cerebro adulto no guarde algún  registro inconsciente de las primeras etapas de la vida, pues es bien cierto que un evento negativo, de daño o miedo, puede grabarse de modo inconsciente y expresarse posteriormente en forma de una fobia. Fobia que el niño desconoce su origen o causa. Por ejemplo, un niño que sufre un abuso sexual en esos dos primeros años de su vida puede expresar tal suceso con un sentimiento exagerado de miedo a lugares oscuros, cosa que el niño nunca podrá explicar ni saber por qué, ni guardar memoria alguna consciente de lo que realmente sucedió. Es más, ese tipo de registro inconsciente puede ser tan complejo que, pongamos otro ejemplo, en el caso de un niño con una fobia a los animales, ésta no necesariamente tiene que provenir de un acontecimiento traumático producto de la interacción con un animal, sino que puede estar relacionada con un evento en el que, aun cuando habiendo presencia de animales, estos no tuvieran nada que ver directamente con la fobia creada. Y es que otros elementos participantes en ese determinado suceso, cualquier objeto o persona, sin relación especial con el animal en cuestión, pudiera activar una red de asociaciones de la realidad interna inconsciente que provoca la fobia. Como señalan los especialistas: “No se trata de “un objeto fóbico”, sino más bien de un “significante fóbico”. En cualquier caso, lo importante es que estas fobias pueden ser tratadas y aun eliminadas a través de ciertas prácticas,  creando nuevos hábitos y conductas. Todo esto tiene explicaciones que alcanzan de lleno a la psicología cognitiva y la psicoterapia y sus bases neurobiológicas.

La conclusión de todo lo que acabo de exponer es que nuestro primer mundo de niños, aquel tan amado por los demás, se pierde para nosotros mismos en los arcanos de nuestros cerebros, y tal vez para bien, dado que la naturaleza solo parece guardar aquello que de cierto sirve al individuo para mantenerse vivo.

@morateruel


El profesor Francisco Mora Teruel presentará el próximo mes de mayo en Feria del Libro de Madrid su nuevo libro ‘¿Es posible una cultura sin miedo?’, publicado por Alianza Editorial. 

 

Comentarios

ana visbal
Respuesta

Hola. He leído este articulo y me pareció muy interesante. Pero hay algo que quiero comentar al respecto. Cuando tenia dos años y unos meses, a mi madre le hicieron una cirugía de útero. Yo recuerdo que cuando la llevaban a la clínica, me dejaron donde mi abuela paterna. Recuerdo que lloraba desesperadamente y no me quería quedar donde mi abuela. Después, ya estando mi madre en la casa nuestra, nuevamente, recuerdo que una tia de ella, la estaba atendiendo. Ayudándola a levantarse de la cama. Yo soy la menor de seis hermanos. Pasado muchos años, un día conversando con mi mama, le conté lo que recordaba. Ella se sorprendió. Me decía que como podía recordar eso, pues yo era muy pequeña. Le describi la situación tal como la recordaba y ella me dijo que si, que había sido de esa forma. Yo he pensado en eso y creo que posiblemente ese recuerdo se dio porque fue algo traumático para mi. Recuerdo cosas de cuando tenia cinco años, pero ya era mas grande.

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