‘Delito y falta’, el mejor Woody Allen en años

Por Los 35 milímetros (David González)

Una de las mejores películas de Allen en años, una de las más memorables del cineasta, lo mejor de Woody Allen en dos décadas; lo que se apresuró a gritar la crítica después de asistir a lo nuevo del inevitable director neoyorquino, cuando menos, abruma.

Y cuando más, eleva a los cielos una película que, coincidencia o no, supone su gran vuelta a sus Estados Unidos natales. ¿Y qué hay detrás (o delante) de ella? Jasmine (Cate Blanchett, sin palabras) es una flor cuya rama cortan en seco; ella se cae sin remedio, aterrizando en un suelo tan ajeno a ella como sucio, ordinario, -literalmente- muy poco elevado. La vuelta a una existencia que había olvidado, en la que todo comienza desde abajo, desde lo de verdad, y no, como a la que ella se acostumbró, una en la que todo viene desde arriba, desde lo que adorna lo más alto de lo que existe. Blue Jasmine es, si no el mejor Woody Allen en años, el que es capaz de retratar con una fuerza certera, perfecta, en el voraz filo entre la tragedia y la comedia, cómo una flor marchita intenta recuperar el lustre que las inclemencias borraron.

Como la flor que nos imaginamos, la triste (literalmente, blue) Jasmine cae de los cielos: la película se abre en el viaje de avión que la lleva de su anterior vida de lujo del Park Avenue neoyorquino -y no de Brooklyn, por favor- a San Francisco, en donde la espera su modesta y sencilla hermana Ginger (Sally Hawkins). De hecho, en un principio, si Jasmine es blue, Ginger bien podría ser red; aunque pronto la gama completa de colores se refracta a través de dos personajes -y dos actrices- tan complementarios como necesarios. El reflejo de la mirada de Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo es insoslayable: la hermana que llega, la hermana que está, el marido (o casi) violento… Aquí, el deseo no es otro que el de volver a tener una vida como la perdida, culpa del delito del marido de Jasmine, Hal (Alec Baldwin), gran estafador del alto mundo financiero y político. Y aquí, Bernard Madoff, Luis Bárcenas, etcétera. Una de las virtudes del cine es dialogar con la realidad, preguntarle y contestarle; y una de Blue Jasmine es la de partir de algo tan nuestro, tan de nuestros días, como la figura del gran estafador que, altas instituciones mediante, puede permitirse lucrarse hasta niveles insospechados a costa de los demás, e incluso salir impune de ello.

La temblorosa, enérgica, insegura, implacable y extrañada Jasmine es la consecuencia de ese delito y esa falta; y aunque en San Francsico intente empezar una nueva vida, la sinceridad, la honestidad y la humildad han dejado de formar parte de sus pétalos desde hace tiempo. Allen decide hilar su pasado y su presente de manera tan fina que casi se antoja natural -el abrir los ojos a una nueva vivienda para recordar la primera vista de una nueva vida, el oler un fuerte perfume para recordar el hedor de una catastrófica discusión sobre un affair de su marido-, y se entretiene en repartir esperanzas -el diplomático de ensueño Dwight (Peter Sarsgaard) para que Jasmine vuelva a su ritmo de vida y el atento y afectuoso técnico de sonido Al (Louis C.K.) para que Ginger se olvide de sus anteriores y garrulos amores, Augie (Andrew Dice Clay) y Chili (Bobby Cannavale)-.

Pero todo parece empeñado en volver a donde empezó: el cielo… o el suelo. Ya no nos acordamos muy bien. Como si estuviésemos ante una versión de su Otra mujer (1988) a través del prisma de su Delitos y faltas (1989), Allen es capaz de hacer Blue Jasminecómica y trágica, cínica y verdadera; un retrato sorprendentemente trascendental, envuelto en Louis Vuitton, y en la desoladora realidad de una mujer rota. Y de lo que es capaz de hacer Blanchett con esa mujer rota, con esa flor marchita, ya hablaremos, por ejemplo, el día de los Oscar.

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