El miedo y su manipulación

Por Carmen Durán

Tiempo ha que quería escribir un nuevo libro que versara sobre el miedo. Pero no pensaba escribir sobre un miedo social como el que se ha desencadenado con la aparición de la epidemia del COVID-19. Aunque siempre me ha interesado la psicología social, mis reflexiones en torno al miedo estaban centradas en la psicología personal y en el papel que la angustia y el miedo tienen sobre la individualidad.

En este momento en que el miedo se ha hecho colectivo hasta el punto de resultar muy difícil sustraerse a él, quiero tener en cuenta, para este escrito, los dos puntos de vista. Hay momentos, como este, en que la realidad es temible, y lo lógico, normal y sensato es reaccionar ante ella con miedo. Ante una epidemia de la que sabemos muy poco, sobre la que se han ido difundiendo informaciones muy confusas y que tiene una importante tasa de mortalidad y sufrimiento, la reacción de miedo es la que corresponde a la situación. No se trata aquí de un miedo neurótico, inventado, inadecuado como respuesta a la realidad que lo origina. En este caso, nos estamos manejando con temores universales y, ese temor realista va a estar teñido de las actitudes previas de cada persona frente a esos temores. El temor a la enfermedad, al dolor, a la muerte, a la soledad aquí nos aparecen combinados en las dosis adecuadas para despertar los temores ancestrales más profundos de nuestra especie.

La muerte, en nuestro mundo, hace temblar cuerpo y mente. Abandonar este cuerpo con el que hemos vivido y al que nos hemos apegado solo es fácil para los grandes sabios que confían plenamente en que el cuerpo no es todo, que es solo la cobertura, el hábito que el espíritu inmortal utiliza para manifestarse. Todos hemos oído hablar de  grandes sabios que apenas sufren al dejar la vida, incluso que se “desmaterializan” en una situación de paz y armonía. Pero esa fe inamovible no la tenemos el común de los mortales que nos aferramos a nuestro cuerpo, a menudo, incluso cuando este nos produce muchos sufrimientos, como ocurre en tantos procesos terminales.

Si la muerte va precedida por una enfermedad dolorosa, cuyo dolor no podemos calibrar y no sabemos si nos será posible soportar, tenemos otro de los grandes ingredientes de este miedo. Una enfermedad desconocida, que sin que se sepa muy bien cómo actúa y que puede llevar a la muerte, a unos sí y a otros, no, produce bastante temor, por si acaso soy yo uno de ese 2, 10 o 20 %. Y ante ese miedo estamos dispuestos a seguir las órdenes de cualquiera que nos diga que sabe lo que tenemos que hacer para evitar que la enfermedad nos ataque, sea esto no salir de la casa o de la propia habitación, lavarnos constantemente las manos, poner los zapatos en lejía, lavar nuestra ropa (si nos hemos atrevido a salir) a 60º, sumergir en lejía o similar las compras que hayamos realizado, huir de los niños, etc, etc… Y las informaciones, no siempre fiables, se multiplican tanto más cuantos menos datos concretos y verificados tengamos.

Así, vamos generando un escenario de miedo. El miedo es, para cualquier especie, una señal de alarma puesta en función de la conservación de la vida que nos alerta de un peligro vital para huir de él o enfrentarlo. Sistema de alarma imprescindible para el instinto de conservación, individual o de la especie, en un medio hostil o peligroso. Los animales, a menudo, tienen la capacidad de intuir un peligro antes de que ocurra (terremotos, tormentas, incendios, cacerías) y tratan de proteger sus vidas o la de su manada o sus crías, huyendo o enfrentándose al peligro para que otros huyan.

El miedo es igualmente vital para los humanos, aunque hemos perdido la intuición capaz de adelantar la respuesta automática a sucesos no acontecidos. Pero, a cambio, los avances científicos permiten prever catástrofes naturales y afrontarlas antes de que sucedan, protegiendo así muchas vidas. Y nos habíamos acostumbrado a confiar en las predicciones de la ciencia. De ahí gran parte del desconcierto actual. ¿Cómo explicar que una epidemia como esta pille desprevenidos a tantos gobiernos? Parece que al mismo tiempo que hemos perdido la intuición hubiéramos perdido también la capacidad de hacer frente a posibilidades que nos parece increíble que la ciencia no pueda frenar o evitar: tendemos a negar aquello que nos desborda y a retrasar la reacción ante ello. Esto es obvio en la reacción ante la epidemia global.

La capacidad de anticipar, desvinculada de la intuición inmediata, lleva en esta especie nuestra al miedo anticipatorio y se transforma en angustia, que diluye el miedo concreto en algo más abstracto, masivo y general, donde el sentimiento de miedo se transforma en un estado con el que nos sentimos identificados.

Esta angustia ante una situación que no sabemos cómo se resolverá, ni qué clase de mundo nos vamos a encontrar, pero eso sí, que será diferente de lo conocido hasta ahora, donde no va a ser posible volver. Según la estructura caracterial de de cada uno, ese mundo futuro se teñirá de ilusiones optimistas o de miedos pesimistas.

La angustia humana se asienta en la angustia del nacimiento, ese miedo primigenio de un ser que llega a un mundo desconocido, totalmente diferente al entorno donde se había desarrollado hasta entonces. Esta angustia siempre está relacionada con la impotencia y la falta de control del mundo y de la vida. A diferencia de la angustia del nacimiento, que no impide que el bebé luche por llegar a este mundo, la angustia actual nos paraliza, inhibe la actividad, la toma de decisiones, incluso puede llegar a la destrucción de la propia vida. La angustia no nos va a ayudar ahora a salir de algo inquietante.

La angustia como exacerbación del miedo natural, relativo a una situación de peligro, surge indefectiblemente, como una característica de nuestra especie, asociada a la aparición de la conciencia y la capacidad de imaginar.

Pero, volvamos al escenario de miedo que se ha generado a raíz del COVID-19. Un miedo a lo desconocido que se infiltra en nuestro inconsciente y nos conduce a las sensaciones infantiles de vulnerabilidad e indefensión, con la consiguiente necesidad de un protector, nos lleva a dejar que otros que supuestamente son más sabios y más fuertes tomen las decisiones por nosotros. Esta actitud, que habitualmente adoptamos ante los médicos, cuando nos sentimos enfermos, poniéndonos en sus manos, dispuestos a hacer con nuestro cuerpo todo lo que nos digan para no sufrir y seguir vivos, es la que tenemos ahora para no enfermar. Pero nos encontramos con dos problemas adicionales: la enfermedad es desconocida para los propios médicos, que nunca se habían enfrentado a algo así y van aprendiendo poco a poco, y las decisiones no las están tomando los médicos, sino los políticos.

Como el miedo a la enfermedad y a la muerte se alía con el temor a sentirse culpable si realmente nuestro destino es enfermar, tratamos de seguir todas las consignas porque así no será culpa nuestra si, a pesar de todas las medidas, enfermamos.

Se alían el miedo y la culpa y nos vuelven muy proclives a la obediencia, rayana en la sumisión, sometiéndonos a cualquier plan que nos propongan por absurdo que nos pueda parecer, o, por el contrario, la negación del miedo lleva actuar en rebeldía, haciendo caso omiso del sentido común, como si el peligro no fuera real. Estamos viendo que esto es lo que ocurre en los sectores mas jóvenes de nuestra sociedad, por un lado no se sienten en peligro, el virus no es tan letal para ellos y por otro, su necesidad de contacto con su grupo de iguales es muy poderosa y una forma de escapar al control parental, mucho más opresivo por la convivencia en situación de confinamiento. Por eso vemos que son los grupos que más tienden a saltarse las normas. Y todos sabemos que los jóvenes, cuando están con su grupo de referencia, tienden a adoptar conductas de riesgo y psicopáticas que nunca adoptarían en soledad. Las personas mayores, con más conciencia del riesgo vital, sobre todo si tienen alguna enfermedad previa, tienden por el contrario a pensar que alargaran su aislamiento, aunque las leyes vuelvan a permitir normalizar la vida social, porque no confían además en las decisiones tomadas por  dirigentes, que han cometido tantos errores.

¿Qué pasa con el miedo a la soledad y a la exclusión social otro de los elementos claves en esta situación? Dadas las características de esta epidemia, se hace importante evitar el contagio, y la única forma encontrada hasta ahora es el aislamiento, así que a uno le puede tocar enfermar y morir o no, pero siempre habrá de hacerlo en solitario.

Evitar la soledad siempre ha condicionado la humana conducta, haciéndonos incluso actuar de forma ajena a nuestra naturaleza para no perder el afecto de los demás. Sobre este temor se asienta, en gran medida, la educación que hace al niño renunciar a sus impulsos mas primarios o egocéntricos con tal de lograr la aceptación de su entorno.

Y, si embargo, se nos vuelve aceptable estar aislados, porque, al menos, no estamos enfermos ni muertos. Como el temor a la enfermedad y a la muerte se hace más poderoso, sobre todo para la personas con mas riesgo vital al enfermar, que la soledad, se vuelve esta más fácil de aceptar, y más  cuando se plantea como una solución a corto plazo, que solo va a durar un tiempo asumible. Cuando la situación se prolonga sin que se vea el final, aún cuando exista el fantasma de que ese aislamiento se puede convertir en un estilo de vida permanente, el miedo a enfermar y morir hace que se vaya aceptando esta situación a largo plazo y que impere el miedo sobre el deseo de encuentro con los seres queridos. Solo para aquellas personas para quienes la muerte es algo asumido que habrá de ocurrir mas tarde o mas temprano, y a partir de cierta edad -que es la mas conflictiva para esta esta enfermedad, habrá de ser más bien temprano-, se vuelve extraordinariamente difícil en nombre de la supervivencia elegir un estilo de vida tan alejado de sus necesidades y deseos y de sus costumbres.

Dicho esto, volvemos hacia atrás , hacia lo que ocurre cuando un escenario de miedo se despliega con tal intensidad ante nosotros. Y creo que lo que ocurre es que por el poder de la imaginación, loa humanos transformamos las posibilidades en hechos. La posibilidad real de enfermar existe y, en la medida de mis posibilidades, debo tratar de evitarla, pero también existe la posibilidad de que esto no ocurra, incluso habiendo estado en contacto con personas afectadas, pero esta segunda posibilidad, en la mayoría de las personas -salvo en aquellas más optimistas y negadoras- queda oculta por la intensidad del miedo, que aliado con la imaginación, convierte en real el peor escenario posible. Y, tratando de evitar encontrarnos ahí, actuamos ciegamente sin dejar que nuestras emociones pasen por la corteza prefrontal, para hacerlas más razonables.

La diferencia establecida entre el miedo y la angustia es que el miedo hace referencia a una reacción instintiva, orgánica frente a un peligro real. Y ese miedo, como en el caso de los animales,  nos ayuda a afrontar el peligro bien sea enfrentándolo o huyendo. La angustia se produce, en cambio, como una reacción en la que interviene lo mental y hace referencia a un peligro difuso acerca de algo que ocurrirá en el futuro y, en el futuro, no podemos actuar porque no existe. En este caso, frente a esta epidemia, el miedo adquiere caracteres de angustia. Hay miedo porque nos encontramos ante una realidad adversa que es un peligro potencial para la vida. Pero es angustia para todos aquellos que están viviendo, no la realidad de un contagio sino el peligro potencial de contagiarse y las posibles consecuencias letales de ese contagio. Especialmente en las personas mayores en que se ha implantado la idea de que contagiarse es sinónimo de morir, aunque la realidad sea que la mortalidad es un 20 %. Este miedo, teñido de angustia, lleva a la gran mayoría de la población mayor de setenta años a una paralización de la acción y a una retirada del contacto social, haciendo que, aunque se empiecen a tomar medidas para salir del confinamiento, la angustia los haga preferir mantenerse retraídos. No sabemos si a largo plazo esta actitud se superará. Pero este temor al contagio y al otro como portador de la muerte pienso que puede tener consecuencias irreversibles. También en los niños que han aprendido a alejarse de los otros y dejar de compartir sus juegos y sus juguetes, alimentándose aspectos paranoides y egocéntricos. Bien saben los niños que, cuando están enfermos no deben acercarse a otro, ni ir al colegio, ni abrazar a sus abuelos. Lo que ocurre es que ahora tienen que mantener esa actitud aunque se sientan sanos y aunque no vean en otros niños ningún síntoma de enfermedad. Todo esto puede dejar una secuela, especialmente, si en algún otro momento les toca vivir una epidemia similar. La tendencia a generalizar las experiencias puede llevar a recurrir al aislamiento cada vez que surja un peligro, cuando es la unión y la solidaridad lo que siempre ha salvado a nuestra especie.

En algunos casos, el miedo se resuelve con una negación, actuando como si no existiera ningún peligro, poniéndose en riesgo uno mismo y los demás. Pero eso, como suele ocurrir con la adopción de conductas de riesgos, conlleva habitualmente una huida hacia delante, atreviéndose cada vez un poco más, para huir de los temores hipocondríacos donde el miedo vuelve a entretejerse con la culpa por haberse saltado las prescripciones aseguradoras, como vemos que ocurre con las drogas, el alcohol o el sexo de riesgo.

Ya hemos dicho que la imaginación presta al miedo una característica que nos hace vivir como real lo que tan solo es una posibilidad (por alta que esta sea); se nos despiertan en una situación como la actual todos los temores paranoides del niño (el mundo contra mi), los virus flotando en el ambiente con la única intención de infectarnos y nosotros indefensos ante ellos. Por eso, nos hace tan frágiles el miedo, nos hace proclives a perder nuestra independencia de criterio, poniéndonos en manos de quienes se hacen cargo de nuestras vidas y nos marcan sus directrices para escaparnos de este ataque y también, como buenos paranoicos a buscar culpables fuera, a exigir a esos supuestos protectores  que cumplan con su cometido que es salvarnos. En este caso, también perdemos nuestra capacidad crítica, en función de quienes sean las figuras que hayamos elegido como salvadores, a los que consideramos intocables, mientras que son los otros los que lo hacen mal. Pero cualquier cosa parece mejor que asumir que estamos en una situación extraña, cuya evolución depende mínimamente de nosotros, sin que eso quiera decir que esos mínimos no tengamos que cumplirlos en forma individual y exigirlos a las autoridades.

Así  se produce una actitud de obediencia y sumisión que solo se puede justificar por el miedo. La renuncia a las libertades se acepta como la contrapartida, el precio a pagar por el seguro de vida, sin plantearnos si esa vida es la que queremos vivir, sin plantearnos si estas fórmulas (horarios de salida, reuniones, etc.) son temporales o una vez instauradas se prolongaran sin que apenas nos demos cuenta hasta que se hayan consolidado como estilo de vida. Por mi parte, no creo que la actitud solidaria y el reconocimiento de que en este barco o nos hundimos todos o nos salvamos todos se halle en contra de la libertades individuales, como tratan de hacernos creer algunos mensajes.

La situación de miedo a un mundo que se aleja de nuestros planteamientos vitales facilita la caída en la depresión. Llevado más allá, podemos citar el suicidio de S. Zweig, junto con su esposa. No era un tipo neurótico, ni depresivo, sino un escritor que consiguió éxito y prestigio en vida y que logró escapar de los nazis y llegar a Brasil. Una vez allí, le llegó la noticia del final de la guerra, con el dato erróneo de que era Hitler quien la había ganado, con lo cual actuó el suicidio que había programado para el caso de que eso ocurriera. No quiso seguir viviendo en el mundo que se avecinaba. Este es un ejemplo muy extremo, pero si queremos seguir viviendo y seguir haciéndolo en un mundo en el que, aunque los peligros formen parte de él y no sea un mundo seguro (nunca lo fue), nuestros principios éticos y nuestro deseo de libertad y cercanía a los demás sigan siendo valores respetables, un mundo donde los ancianos tengan cabida y no haya que excluirlos o esconderlos, tendremos que despertar nuestras conciencias y actuar para que así ocurra, no dejándonos silenciar. “No nos moverán” cantábamos en el 68 frente a las cargas policiales. “No nos callaran” podría ser nuestro lema ahora.

Dejar un comentario

nombre*

Correo electrónico* (no publicado)

sitio web