‘Tomboy’, identidad, identidad

Por los 35 milímetros (David González)

Nuestra identidad nos define desde que somos conscientes de que existimos hasta que forma una parte tan imprescindible, nuclear, de nuestra personalidad que nos olvidamos de ella por completo. Tomboy es una pequeña película, hecha desde dentro, que nos plantea una pregunta: ¿y si nuestra identidad es otra diferente de la que debiera ser?

¿Y si en medio de ese deber -divino, físico o biológico- se interponen las convenciones sociales? ¿Y si dentro de esas convenciones, es una -la que más daño ha probado hacer durante los siglos de los siglos, por compleja, por inabarcable, y por incomprendida-, la sexualidad, la que se atropella?

De la directora francesa Céline Sciamma, Tomboy es la historia de una niña de diez años que se muda con su familia a una ciudad desconocida, donde aprovecha para crear la personalidad que siempre ha anhelado tener. Una película honesta, tierna y nada paternalista.

Sciamma da un gran valor propio a sus protagonistas, que aún lejos de entrar en la adultez, han desarrollado una inteligencia y una madurez propias de su mundo, en el que a diferencia del de los adultos, lo que prima es sentirse bien, sin fronteras y, sobre todo, sin las siempre molestas normas y convenciones.

Laure (la joven Zoé Héran) comienza su nueva vida aprovechándose de su apariencia: para sus nuevos amigos, su nombre es Mickaël. Conoce a Lisa (Jeanne Disson) y al grupo de amigos, todos niños, con los que pasa las tardes en el vecindario, en el lago y en el bosque.

Para su familia, mientras, sigue siendo Laure, aunque a diferentes niveles: la distancia que se crea entre ella y su madre (Sophie Cattani), embarazada, y su padre (Mathieu Demy, por cierto, hijo de Jacques Demy y Agnès Varda, nada menos), se diferencia drásticamente con la unión que forja con su hermana pequeña Jeanne (Malonn Lévana, aquí sí, una actriz nata).

Quizá, los diferentes niveles, otra vez, se deban a los diferentes mundos: la revelación de la mentira de Laure es recibida con normalidad y complicidad por Jeanne, mientras es temida y rechazada por su madre.

Mickaël se convierte en uno más de la pandilla, enamorándose de Lisa, jugando al fútbol y a las peleas, e incluso incluyendo a su hermana pequeña en su vida, en la que ambos se mueven como pez en el agua, tras ser aceptados y tratados como amigos. Tomboy demuesta cómo nadie de la edad de Laure puede establecer grandes diferencias entre los dos géneros, más allá de la longitud del pelo y los juegos con los que se pasa el tiempo -otra vez, convenciones-, y mucho más difícil sería, si no estuviésemos en continua relación con la esfera de los adultos.

Una esfera que acaba introduciéndose en la de los niños, a través de los prejuicios, la crueldad y el rechazo; pero, afortunadamente, nada a través de lo que uno no pueda abrirse paso.

Sciamma cuenta la historia de Tomboy sin discursos, dejando que los niños muevan la narración a través de su mirada, que se mimetiza con la de la cámara, naturalista, sincera y detallista. La segunda película de la realizadora demuestra gran tiento y sensibilidad, sobre todo al tratar un tema tan peliagudo como puede ser no el hacerse pasar por otra persona, sino el ser incapaz de mostrarse al mundo como realmente se es.

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