Las emociones en los años 80

Por Jordi Barrachina

¿Cuáles fueron las emociones que erizaron la piel a toda esa generación de jóvenes que, por primera vez desde la Guerra Civil, querían construir su futuro y el de su país en libertad?

La madrugada del 11 de junio de 1976, aparecieron en el escenario de la plaza de toros Monumental de Barcelona The Rolling Stones. Era su primera visita a España, y para muchos espectadores la aparición de aquella legendaria banda de rock británico en su ciudad era lo más parecido a un espejismo. Hacía pocos meses que había muerto el dictador que había convertido España en un cuartel militar aislado del mundo durante 40 años.

“Topé con la España medieval”, afirma hoy el promotor de aquel concierto, Gay Mercader, al recordar la aventura de traer a los Stones a España por primera vez. “Aquella noche, cuando Jagger y Richards arrancaron Honky Tonk Woman, la policia franquista lanzó botes de humo en el interior del recinto para contener la oleada de  jóvenes que querían vivir y expresarse como aquellos británicos que cantaban su Sympathy for the Devil –Simpatia por el diablo– como si fuera el himno de toda una generación.

Esa noche, en Barcelona, se produjo una de las  primeras paradojas de la transición política española: lo nuevo empezaba a convivir con lo viejo. O, mejor, lo nuevo quería desbancar a lo viejo. Abrirse paso, aunque fuera  a golpes de música.

 

40 años del concierto de los Rolling Stones en Barcelona 


La España de los ochenta
Una de las principales causas de esa excitación era la de vivir un momento único: lo nuevo estaba naciendo y lo viejo no quería morir. Para muchos de esos jóvenes, poder cantar al aire libre su “Simpatía por el diablo” en un país controlado por una iglesia católica ligada a la dictadura era, seguramente,  la ceremonia más excitante que uno podía imaginar.

Y como ocurre en las desembocaduras de los grandes ríos, la España de principios de los ochenta era un territorio en el que se mezclaban el agua dulce con el agua salada del mar. La modernidad que representaba una juventud sedienta de cambios frente a los viejos militares, falangistas, estraperlistas y curas que no querían perder sus privilegios auguraba más un choque de locomotoras que un suave vaivén de agua templadas. La valentía frente al miedo.

Esa España que inició sus grandes cambios en la década de los ochenta, empezó a moverse, sin embargo, unos años atrás. En los años sesenta, la llegada del turismo de masas en las costas catalanas abrió los ojos a muchos hombres y mujeres que descubrieron que al otro lado de sus fronteras los jóvenes eran, al contrario que ellos, ricos y libres. Y volvemos a los contrastes, como los que nos muestran fotografías de la época: una mujer en  bikini vigilada por dos tricornios. Poco después vendrían la canción-protesta de la “Nova Cançó”, la muerte de Puig Antich y el desafío de muchos jóvenes en movimientos políticos clandestinos.

Esa ola de cambios que habían atravesado silenciosamente los Pirineos, y que mostró su fuerza simbólica en el concierto de los Stones en Barcelona,  inundó poco a poco el resto de la Península al llegar a los ochenta. El proceso, después de la muerte del dictador, era imparable. Se trataba, ni más ni menos, que volver al clima democrático de la II República y alcanzar el bienestar europeo. Toda una transgresión.

De las cenizas del franquismo aparecieron nuevos proyectos individuales y colectivos. Se aspiró el aire llegado del exterior: su música, su teatro, su cine, su literatura, el feminismo, los debates políticos, la libertad sexual… Y en poco menos de diez años se consiguió lo que en otros países habían tardado varias décadas en conseguir después de la Segunda Guerra Mundial. La lucha por los derechos civiles secuestrados por la dictadura se convirtió para toda una generación en su propia razón de ser: el derecho al voto, los derechos de la mujer, el divorcio, la legalización de partidos políticos, sindicatos y asociaciones de vecinos, el derecho al aborto, la homosexualidad, el derecho de los gitanos, la reinstauración de instituciones democráticas…

Poco después, y en muy poco tiempo, España entró en Europa, los militares volvieron a sus cuarteles a aprender inglés para poder operar en la OTAN y se pusieron los cimientos de lo que en Europa se conocía como el estado del bienestar, con sanidad y educación universal, derechos y deberes ciudadanos. Con la iglesia y otras instituciones, sin embargo, aún no hemos avanzado tanto.

Las emociones
En esa España medieval que encontró Gay Mercader cuando trajo a los Stones, la generación que alrededor de los años 70 y 80 cumplimos veinte años, fuimos la primera generación que vivió y luchó en un régimen de libertades desde la guerra civil. La desfachatez y el atrevimiento se coló por los poros de la sociedad española para romper décadas de miedos y represión. Y las emociones, esos impulsos involuntarios que responden a estímulos exteriores, electrizaron a varias generaciones y las empujaron a creer que había llegado la hora de crear un nuevo mundo, en este caso, un nuevo país y unas nuevas formas de vida.

Pero volvamos a las emociones. En ese ambiente de paradojas y cambios, no es extraño que las emociones estuvieran a flor de piel en un país que estaba recobrando su pulso y que, visto desde la distancia de hoy, era un país tan ingenuo como decidido. Los jóvenes descubrían una sexualidad libre, mientras los mayores lloraban de emoción con la llegada de la izquierda al poder en 1982, en aquella famosa ‘noche del cambio’. Fue durante esos años cuando la creatividad ‘explotó’ en toda España.

La televisión dejó el blanco y negro y se volvió de color, al igual que aquella sociedad diversa. Rockeros, punks, new wave, rebeldes sin causa, travoltas de discoteca, pijos, heavys, hippies, rockabillys, yuppies, rastafaris, góticos, progres, raperos, okupas, mods y otras tribus urbanas salieron de sus barrios grises con el mismo objetivo: expresarse y comerse el mundo. Esa es la fuerza habitual de la juventud, pero en aquellos años excitantes, la rebeldía contra el orden establecido era el principal argumento y la mayor de las emociones para toda una generación. El arte se hizo ‘pop’, el cine se ocupó de los problemas de la gente corriente y de las heridas de la Guerra Civil, y las librerías se llenaron de manuales de marxismo, psicoanálisis y erotismo…

Los años ochenta se desplegaron entre grandes ilusiones y cambios en todas las esferas de lo público y lo privado, pero lo hicieron en medio de fuertes tensiones y dramas: el golpe del 23 F, el terrorismo de ETA y de los GAL, la reconversión industrial, o la destrucción que produjeron las drogas y la aparición del SIDA… Las nuevas epidemias bíblicas que transmutaron barrios y ciudades enteras y mataron a una parte de esa generación que vivía apretando el acelerador.

Pero había espacios más dulces para la sorpresa y la emoción para una gran parte de la población: como los inocentes pechos de Sabrina en una noche vieja, que electrizó y paralizó a medio país ante el televisor, o la reaparición de la bandera republicana en conciertos y actos políticos. Las emociones en la calle o frente a la televisión se multiplicaron en multitud de acontecimientos que por el solo hecho de circular con libertad ya eran trascendentes: la llegada del Guernika de Picasso a España en 1981, el asesinato de John Lennon, la Huelga general de 1988 o la denominación olímpica de Barcelona 92 fueron algunos de esos momentos que se grabaron en la retina de muchos de aquellos jóvenes que creyeron ver un espejismo la noche de verano de 1976 en la arena de la plaza de toros Monumental de Barcelona.

Sorpresa y emociones que poco a poco se fueron convirtiendo para muchos en desilusiones y frustraciones. La corrupción, el nacionalismo, el dinero fácil o el populismo televisivo entró con fuerza en esta sociedad que había conseguido salir del medioevo para abrazar la modernidad y la sociedad de consumo. Pero para entonces, aquellos jóvenes libres y ricos que atravesaban los Pirineos ya no eran tan diferentes a nosotros.

30 años después
El escritor italiano Alessandro Baricco explica que la generación anterior a la revolución digital ‘buceaba’ en las profundidades del océano de la cultura y de las experiencias para encontrar nuevos conocimientos o nuevos placeres. La juventud digital de la ‘era Google’, en cambio, ‘surfea’ por la superficie de un conocimiento a otro, de una experiencia a otra, sin detenerse jamás… Sin profundizar.

30 años después de aquellos años ochenta en que los grafitis anunciaban que ‘Todo está por hacer’, muchos jóvenes de hoy se han refugiado en el bienestar y en la apatía, cuando no en el desconcierto o en la desesperación de nuestro pequeño mundo en crisis. Así nacieron expresiones como los jóvenes ni-ni, los emigrantes sobradamente preparados.

Pero aun así, seguimos abiertos a las emociones, a la necesidad de cambios, a no renunciar  a construir, a experimentar, a participar cómo lo hicieron muchos jóvenes 30 años atrás. Quizás, va siendo hora de volver a escuchar “Simpatía por el diablo” y retomar las ilusiones, aunque sean a golpe de surf. Porqué la lucha sigue siendo la misma: la lucha contra el miedo.

 

Jordi Barrachina, autor de este artículo, es director del programa de televisión Ochéntame

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