El amor en los tiempos del coronavirus

Por Carmen Durán

Una reflexión sobre cómo será la vivencia del amor y su papel para la especie, en una sociedad en la que se puede consolidar la cultura de distancia social que ha sido necesario implementar con la crisis del coronavirus. ¿La mera supervivencia tiene suficiente poder para mantenernos vivos y disfrutar de la vida?

Ya hace muchos años que adopté la hipótesis de Maturana acerca de que cada especie animal, para sobrevivir, elige una estrategia. Como en toda elección esa estrategia conlleva renunciar a otras que han podido servir a otras especies para su supervivencia. En el caso de los seres humanos, sostenía que la estrategia elegida por nuestra especie para sobrevivir había sido el amor. Es el amor el que sostiene nuestra larga crianza y es la ternura de la figura materna la que permitió la aparición del “lenguajear” como un juego entre bebé y madre, que es lo que ve a permitir posteriormente el desarrollo del lenguaje, tan necesario como clave de nuestra evolución, que nos permitirá la comunicación, tanto para hacernos entender cuando queremos algo, como para generar las narrativas individuales o grupales con las que nos identificamos. En definitiva, para la construcción de los mitos personales, familiares y colectivos que tanto peso han tenido en la evolución de la humanidad.

Quizás por la asociación del amor a la imagen del vínculo materno/paterno-filial, en nuestra mente ha quedado asociada la idea del amor y la ternura. Los vínculos materno-filiales sostienen el apego y determinan la calidad de los vínculos posteriores. Al menos, eso es lo que sostiene la psicología actual. Es posible que, al paso de los años podamos verlo desde otra óptica.

El caso es que, a día de hoy, creemos en la necesidad de un contexto social para que el hombre pueda desarrollar su potencial humano. Y creemos que sin ese contexto social no llegamos a ser plenamente humanos. Nuestra literatura psicológica cuenta con algunos ejemplos muy documentados de “niños salvajes”, incluso Truffaut hizo una película con ese tema: ”El niño salvaje de Aveyron¨. Todos los datos parecen confluir en la idea de que fuera de un contexto humano, es posible sobrevivir pero no desarrollar el lenguaje ni otras potencialidades.

El ser humano, por otra parte, necesita de un desarrollo moral que solo puede producirse en el contexto social. Desarrollo moral que su naturaleza requiere, sean cuales sean los conceptos de bien y mal de cada sociedad. No se trata de una guía de mandatos y prohibiciones, sino de algo más profundo que regula las interrelaciones, la libertad, la autonomía y la solidaridad y la igualdad de todos los seres humanos. Valores, todos ellos, por los que esta especie ha luchado para conseguir su instauración.

Es por todo esto que me surge una reflexión acerca de cómo será la vivencia del amor y su papel para la especie, en una sociedad en la que se puede consolidar una cultura de distancia social que ha sido necesario implementar en los momentos álgidos de la crisis del coronavirus, pero que podría instalarse de una manera definitiva. Reflexión que solo pretende la toma de conciencia de lo que nos sucede, y cuyas preguntas no conllevan respuestas, puesto que no podemos adivinar el futuro.

Si así fuera, si las medidas tomadas para paliar la crisis se instalaran de manera definitiva, si el trabajo y los contactos online se hicieran más fáciles y cómodos que las interrelaciones personales, si las máquinas y sus juegos se convirtieran en mas interesantes o atractivos que las personas ¿qué implicaciones tendría?

Desde el descubrimiento de la psicología individual, apoyada en estudios antropológicos y sociológicos, hemos dado por supuesto que en el ser humano se producen una serie de pasos que son los que nos llevan a madurar como humanos y, que, en ese proceso de hominización, las relaciones interpersonales juegan un papel primordial.

En las primeras etapas de la vida, el uso de mascarillas y confinamiento no tienen por qué afectar a los bebés que seguirán teniendo el contacto físico y emocional que necesitan, siempre que alguno de los padres no tenga que incorporarse al trabajo presencial. En un momento en que nos planteábamos como influirían las guarderías tempranas, impuestas por la incorporación de la mujer al mundo profesional, en los vínculos de apego e incluso se empezaban a probar nuevas fórmulas como ¨madres de día¨ para atender a los niños en un contexto mas cercano a lo familiar que a lo escolar, el confinamiento ha llevado a un retorno a la crianza tradicional. En este sentido, la crianza tradicional, con sus ventajas e inconvenientes, ya sabemos cómo funciona, y seguirá resultando válida en este periodo de la vida. Aunque hemos de contar con dos pequeños inconvenientes: los padres no dispondrán del apoyo de abuelos que aun sean lo suficientemente jóvenes para poder, como hasta ahora, ocupar un papel de apoyo en la crianza y la dedicación plena a la crianza, sin el espacio de libertad que proporciona el trabajo, puede resultar demasiado agotadora, como una vuelta atrás en el camino de la especie. Pero, en esas primeras etapas, hasta los dos años, el infante (el niño que aún no habla) no necesita mucho más que unos padres cariñosos y cercanos. Si además hay otros hermanos, pues más fácil aún por tener un acceso al mundo de iguales dentro del entorno familiar.

Las cosas se complican a partir de los dos años, sobre todo para los primogénitos e hijos únicos que empiezan a necesitar socializar. Y, a partir de ahí, entrando en esa edad en que los amigos van adquiriendo cada vez mayor importancia y son vitales para asumir las reglas de juego sociales, la capacidad de tener en cuenta al otro, de pactar, de ser solidarios… Nos encontramos con cosas que no parecen fáciles de aprender en soledad.

Y así, hasta llegar a la adolescencia, donde el grupo de iguales adquiere tanta importancia como habían tenido las figuras parentales en la primera infancia. Y donde parecen también los primeros enamoramientos y se aprenden las primeras nociones del amor romántico, que tanto peso tiene en nuestra cultura occidental.

Ya hace mucho que personas solteras, a partir de cierta edad, cuando no es tan fácil hacer amistades como lo era en la época escolar o universitaria, sobre todo si no tienen un trabajo que propicie las interrelaciones, buscan contactos a través de internet, como una forma de establecer amistades y de encontrar parejas. Pero es difícil imaginar esta situación en la gente joven que tiene que canalizar toda la energía hormonal del despertar sexual y que han de establecer vínculos tan fuertes como para que les permitan soltar los vínculos familiares para constituir, posteriormente, sus propias familias. Quizás por esta presión biológica, por esta necesidad de contar con un círculo de amistades como referentes para el desarrollo de la propia identidad personal, no familiar, es por lo que adolescentes y jóvenes son los grupos más reacios a aceptar las nuevas reglas de juego sociales; siguen reuniéndose y negándose a utilizar, en sus encuentros, las mascarillas. Tendemos a juzgarlos como inconscientes del riesgo que estos comportamientos conllevan para ellos mismos y, sobre todo, para su familia, padres y abuelos. Pero no tenemos en cuenta esta necesidad vital de sus iguales, del grupo de pares, para el desarrollo de su autonomía. Podemos pensar también que con su actitud rebelde de alguna manera están defendiendo el estilo de vida que ha imperado en nuestra especie y negándose a asumir los cambios que esta crisis sanitaria conlleva, a pesar de que las consecuencias de su conducta puedan agravar la extensión de la enfermedad.

En cuanto a los adultos, el grupo de amigos, grupo de referencia que va adquiriendo más importancia conforme el periodo de crianza avanza y los hijos ya no acaparan toda la atención parental, puede temporalmente ser apartado, evitando el contacto físico, sustituyéndolo por el telefónico o por encuentros en la red, pero llega un momento en que la soledad pesa mucho y más cuando los hijos se han hecho adultos y la tentación de los encuentros reales va siendo cada vez mas fuerte. Aceptar o no las nuevas reglas de convivencia va a depender entonces del miedo personal al contagio y de la conciencia social la crisis en la asistencia sanitaria del aumento de contagios.

Estos grupos de amigos que tan importante papel de apoyo juegan en las personas adultas y que se empiezan a establecer en el periodo que va de los diez a los veinte años ¿cómo se constituirán cuando la mayoría de las relaciones sean virtuales?

La fraternidad, la lealtad al grupo que tan importante papel juega en la adolescencia y que es un valor que se lleva a la edad adulta ¿cómo se va a establecer sin el contacto cotidiano persona a persona?

En las relaciones adultas, parte de los vínculos construidos durante la infancia, adolescencia y juventud se conservan hasta la madurez, pero aún en el caso de que las circunstancias vitales nos alejen de los primeros amigos, el tipo de vínculos que establecemos luego se construye sobre los patrones de las primeras relaciones que, a menudo, también permitieron liberar tensiones familiares e incluso sanar vínculos parentales.

La vida social está sufriendo un importante empobrecimiento que, si se sostiene demasiado tiempo, puede llevar a romper rutinas que hasta ahora nos habían sostenido.

¿Conseguiremos llegar a una situación donde el amor, la ternura, el apoyo mutuo, la solidaridad sigan manteniéndose aunque no haya más contacto que el que nos proporcionan las redes sociales? ¿Nos llevará esto a dar más peso a los aspectos espirituales de lo amoroso o a convertirnos no ya en la “especie solitaria” (la única especie del género homo) que somos, sino en la especie de los solitarios? ¿Conseguiremos combinar el impulso de autoconservación con el impulso social? Porque ¿cómo combinar el amor hacia una persona cuya cercanía incluye la posibilidad de ser transmisor de una enfermedad que puede ser trivial o mortal, sin que sepamos cómo va a ser en nuestro caso, con lo cual el fenómeno de la muerte va a estar sobrevolando cualquier contacto?

¿Cómo evolucionará, a la larga, el sentimiento de ambigüedad producido por la polaridad del cariño hacia una persona a la que deseas ver y abrazar (incluyendo hijos, nietos, hermanos, padres o abuelos) con el temor a contagiarlos o ser contagiados por ellos de algo con resultados imprevisibles? 

¿Cambiará la humanidad los valores que nos han llevado a sentirnos mejores personas y que admiramos en otros? ¿Qué valores los sustituirán? La mera supervivencia ¿tiene suficiente poder para mantenernos vivos y disfrutar de la vida? Recuerdo la película de “El pianista”, cuya apuesta por la supervivencia se sostiene en su amor por la música y la esperanza de poder recuperarla. O por el contrario la soledad y la batalla por sobrevivir en las personas mayores, sobre todo en aquellas cuya apuesta vital y cuyos intereses emocionales se han centrado en la familia ¿se apoderará de sus vidas la apatía, el desinterés y la depresión?

Son muchas las crisis que ha vivido nuestra especie y ha logrado remontar con éxito; el problema ahora es que no se trata de historia sino de la realidad actual que nos ha tocado vivir y en la que no sabemos donde puede estar la salida.

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